EL REGALO DE UN SANTO

Juan Pablo II en su primera visita al Perú bendijo a las familias de Cañete

Papa Juan Pablo II bendiciendo a los esposos Francisca Ramos y Virginio Reyna.
TRES DE FEBRERO DE 1985…“Que no falte en vuestros hogares la oración familiar según vuestras mejores tradiciones, la piedad hogareña hacia La Virgen María tan arraigada entre vosotros, la devoción y consagración de la familia al Corazón de Jesús tan amadas por el pueblo peruano”, decía el Papa Juan Pablo II en su homilía a las miles de familias peruanas reunidas en el Hipódromo de Monterrico, con ocasión de su histórica primera visita a nuestro país.
Mis padres, mis hermanos y mi abuelito materno habían dejado la casa en Asia para estar cerca del Santo Padre. A mí también me llevaron al encuentro con el Papa peregrino, tenía apenas diez años de edad. Quizá fui uno de los pocos niños que pude ver ese día al Sucesor de San Pedro, tuve un pase especial, ya que el encuentro con los jóvenes había sido el día anterior. Esa tarde de verano lo vi llegar en su “papamóvil”, el sol había embriagados a todos con intenso calor que lo esperábamos desde las seis de la mañana. Yo no conocía Lima, era la primera vez que estaba en la Capital. Y como todos, vestíamos polos amarillos con el lema “Totus Tuus”. La fatiga en el Papa era evidente, pero se animaba cuando todos le repetíamos a viva voz: “Juan Pablo, amigo, el Perú está contigo”.
Esa tarde del tres de febrero, la ceremonia religiosa fue dedicada a las familias. Mis padres fueron ubicados en un lugar especial, cerca del Papa. Y luego que el Sumo Pontífice pronunciara: “Queridos esposos, esposas e hijos de familia, renovad en esta Eucaristía vuestra fidelidad y amor mutuo, basándolo en el sincero amor a Cristo”, mamá Francisca y papá Virginio fueron invitados a acercarse al Papa. Unas lágrimas rodaron por las mejías de mis padres cuando el Santo Padre le acarició sus cabezas, le tomó las manos, le regaló un rosario a cada uno, bendijo una fotografía familiar y le habló al corazón. En agradecimiento, mis padres le obsequiaron un hermoso copón artísticamente bañado en oro, que se usa en la distribución de la comunión de los fieles, ellos le dijeron al Vicario de Cristo que el regalo lo recibiera en nombre de los agricultores del valle de Cañete. Y entonces, Juan Pablo II, con tierna emoción agradeció el gesto del pueblo cañetano, abrazó a mis padres, y luego impuso la señal de La Cruz sobre ellos, bendiciendo a las familias y a esta tierra generosa. Nuestra amada tierra.
Las bendiciones venían, sin duda, del representante de Cristo en la tierra, y eso se veía en mis padres, para ellos y para la familia la vida era más sencilla. Incluso, esa misma noche de luna llena caminamos sin cansancio de regreso a la casa de Asia. Todo era paz. La ocasión sirvió también para que naciera en mí la vocación del periodismo -yo por entonces quería ser aviador-, pero cuando a mi casa llegaron periodistas de canales de televisión, diarios y revistas especializadas a entrevistar a mis padres –que a propósito en mi casa no teníamos televisión sino una pequeña radio- pero por esas cosas del destino empecé abrazar el periodismo, y no lo he dejado hasta hoy –que después de 26 años- estoy seguro que Juan Pablo II influyó a que yo fuera periodista.
Desde entonces, desde el colegio 20123 de Capilla de Asia empecé a interesarme por la vida del Sucesor de San Pedro. Nunca dudé en su santidad apoyado sustancialmente en el sentido del dolor. Pedí a mi hermana mayor que por esos años se encontraba en Roma a que me enviara el periódico L'Osservatore Romano, y de cuando en cuando me llegaban ejemplares. Eran los tiempos en que el Internet hacía falta. Una vez leí en la revista Selecciones unas líneas del día en que fue elegido Papa, el 16 de octubre de 1978. “Quiero empezar mi pontificado apoyándome en los que padecen y unen su dolor a la oración”. Pero el dolor le habría acompañado desde su niñez, cuando Karol Józef Wojtyla tenía nueve años, su madre Emilia Kaczorowska falleció, era el año 1929. Y cuando tenía 12, perdió a su hermano mayor Edmund, corría el año 1932.
Si bien la mayoría conoce del atentado que sufrió el 13 de mayo de 1981 en la Plaza de San Pedro disparado por el turco Mehmet Ali Agca, que lo dejó malherido y lo obligó a pasar semanas en la Clínica Gemelli. Pero pocos recuerdan que una vez recuperado, en diciembre de 1983, el Papa fue a la cárcel donde se encontraba Mehmet Ali, y lo hizo para perdonarlo públicamente como lo enseñó Jesús. Y sobre el disparo dijo: “una mano tiró la bala, otra la desvió”, refiriéndose a La Virgen María quien la protegió. En otra ocasión, en la Navidad de 1995, estaba atento a la televisión que a veces repetía la bendición urbi et orbi, y el Papa lo habló primero en francés pero dejó escapar un suspiro. Intentó continuar en inglés, pero no pudo, y desapareció de la ventana. De la Plaza de San Pedro se levantaba un murmullo de angustia. Unos momentos más tarde, el Sumo Pontífice volvió asomar por la ventana y se despidió en italiano: “Discúlpenme, por favor. Tengo que descansar. Dios los bendiga”. Su salud no estaba nada bien.
Una historia que me conmovió es la que comenta Jacek Moskwa, corresponsal de la televisión polaca en el Vaticano, que en el otoño de 1996, el Vicario de Cristo se encontraba otra vez en la Clínica Gemelli por una apendicitis aguda. El día que lo operaron recibió un poema titulado “A un amigo que sufre”. Antes de irse, Juan Pablo II fue a ver a los pacientes del pabellón de niños cancerosos, casi todos estaban desahuciados. El Papa –dice el periodista- iba de una cama a otra diciendo: “¿Ves? Yo estaba enfermo, pero ya me voy a casa. Tú también te irás pronto a casa”. Así se encontró con el niño peruano Antonio Ramón, enfermo de espina bífida, quien le había escrito el poema y que el Santo Padre evidentemente había entendido el mensaje. Esta vez el niño peruano quería ofrecer consuelo al adulto afligido.
Quienes pudieron verlo de cerca al Papa peregrino en un acto multitudinario habrán notado que solía terminar con las manos hinchadas y arañadas del contacto con los fieles. En el 2000, lo veía –por la televisión internacional, aprovechando mi trabajo en el Centro de Noticias de Frecuencia Latina- a un hombre encorvado y cansado, vestido con hábito blanco. Pero era el mismo Papa que había visto en mi niñez, el que se acercaba a los moribundos, el que enseñaba con el ejemplo, el que predicaba con su presencia. El Santo Padre hablaba ocho idiomas, tuvo la humildad de acudir a una sinagoga, el primero en visitar una iglesia protestante y una mezquita. Ofreció perdón por lo errores de la Iglesia Católica -como el caso de Galileo Galilei a quien la Inquisición le hizo retractarse en 1633 de sus teorías heliocéntricas-. Fue el que nos entregó el catecismo universal promulgado en 1992. Y hasta nos cantó el Padre Nuestro en versión techno. Un Papa de los tiempos actuales.
Dice que minutos antes de fallecer, el 2 de abril de 2005, habría dicho “Déjenme ir a la casa de mi Padre, soy feliz, séanlo también ustedes. Recemos juntos con satisfacción. En La Virgen confío todo felizmente”, es lo que esa noche el vocero del Vaticano, Joaquín Navarro Valls, confirmó. Entonces, el mundo lloró y rezó por el Papa. Incluso mandatarios de Israel, Irán y Siria se unieron en el dolor al igual que sectas religiosas oraban por el deceso del Sumo Pontífice. El respeto y el aprecio por Juan Pablo II eran enormes. Y hoy siguen inalterables.
Así llegamos a la fría madrugada del 1 de mayo de este año, cuando en Roma, en la Plaza de San Pedro, asistían un millón de fieles, mis padres y mis hermanos –como aquel 3 de febrero de 1985- nos reunimos nuevamente en la casa de Asia para ver la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II, presidida por el Papa Benedicto XVI. Mi mamá no pudo controlar sus lágrimas, era claro que el recuerdo regresaba a su memoria, se acordó del rosario que el Papa le había regalado y que aún lo conserva, de su rostro sereno, de las palabras que le dijo, y de las bendiciones que hizo sobre la familia y sobre la tierra que nos vio nacer. Como dice mi mamá, Juan Pablo II es un Santo.
Escribe: Iván Reyna Ramos

1 comentario

Anónimo dijo...

Hay muchos detalles de la vida del santo Padre, JUAN PABLO II, QUE NO LO CONOCIA,y ahora veo que toda su vida era sencilla,pero con el valor del sufrimiento, como Cristo!