Listas parlamentarias de terror


Detrás de la improvisación que trasuntan todos los partidos al proponer a personajes mayoritariamente incompetentes para el ejercicio parlamentario, se esconde una grave amenaza para la institucionalidad democrática del Estado peruano.

Salvo un puñado de excepciones, efectivamente las agrupaciones en contienda han incurrido en la necedad de postular a candidatos que claramente no tienen ni la capacidad intelectual ni el nivel profesional mínimo para ocupar los 130 escaños del Legislativo.

¿Qué pueden aportar, por ejemplo, deportistas jubilados, actores y actrices de segundo nivel, ex funcionarios acusados de corrupción en períodos anteriores, politicastros largamente vapuleados por la opinión pública y hasta sentenciados por delitos graves? Las cúpulas partidarias han preferido convocar a personajes mediáticos, populares y populacheros, dejando de lado la consideración medular de que un congresista debe ser alguien capaz de debatir con argumentos y sapiencia razonables el futuro del país. Y el auténtico parlamentario debe estar formado para modular el desarrollo nacional a través de complejas técnicas legislativas.

Si bien teóricamente la democracia debe reflejar en sus órganos de gobierno a la heterogeneidad ciudadana, el Parlamento requiere estar restringido a una élite de personas con calidad ética y formación académico-profesional que les permita no solo decidir qué leyes regularán al pueblo, sino también fiscalizar al Poder Ejecutivo. La élite bien entendida no se refiere al nivel económico de los parlamentarios, ni a su posición social, o sus características étnicas, sexuales y religiosas. Pero es absolutamente inadmisible que en el Congreso encuentren cabida ignorantes, inmorales, tránsfugas y simples demagogos.

Desde la restauración de la democracia el año 2001, nuestro Parlamento fue infestado por ‘mataperros’, ‘comepollo’, ‘robaluz’, violadores, ‘lavapiés’, nepotistas, ladrones y ociosos. La simple revisión de lo actuado en los últimos dos gobiernos desde el Legislativo demuestra, claramente, que más han sido los escándalos parlamentarios que el aporte racional y constructivo para la gobernabilidad del Perú. Por eso los ciudadanos reiteran en cada encuesta su malestar y asignan al Congreso índices de credibilidad infames, en el orden del 15%.

La lección, evidentemente, no ha sido aprendida. Y la causa de fondo tiene un solo nombre: en nuestro país el sistema político tiene un terrible disloque funcional. Prácticamente no existen partidos políticos, sino clubes electorales disfrazados de movimientos, alianzas y frentes. Al interior de esos clubes, donde la falta de transparencia campea, las cúpulas son cuasi imperiales, al punto que las elecciones primarias para formar las listas son simplemente formalidades mediocres que ni siquiera cumplen con el rigor de la ley. Como señaló el informe de la ONG Transparencia sobre los procesos de noviembre último: “A pesar de constituir esfuerzos normativos importantes, ya que en la mayoría de los casos los partidos intentaban por primera vez la regulación de sus procesos electorales, estas normas no alcanzaron a definir con precisión algunas materias básicas como: los procesos impugnatorios de decisiones electorales, y la regulación de la jornada electoral; los mecanismos de publicidad del padrón…”.

Además, al existir el nefasto voto preferencial se permite que en el interior del país se repliquen los cacicazgos políticos, al extremo de que quien tiene algo de dinero para comprar su ubicación en las listas parlamentarias es el que manda.

Luego, la ausencia de un Senado que aliente a profesionales y gente de buen nivel académico a incursionar en la política contribuye a que la mediocridad campee. Y conste que este diagnóstico no es nuevo: en 1903 el maestro José Matías Manzanilla alertaba contra la incompetencia de los congresistas. En 1914 Víctor Andrés Belaunde reclamaba por la falta de sintonía entre representantes y opinión pública. Y en 1949 José Luis Bustamante y Rivero denunciaba la crisis estructural del Legislativo.

Pese a ello lo peor no será que en los próximos cinco años se reediten los escándalos congresales, sino que se seguirá acentuando el deterioro de un sistema político que, tarde o temprano, puede dar paso a formas violentas de conflicto social.

Las enseñanzas formuladas en el siglo XVII por John Locke sobre la teoría parlamentaria, e incluso las advertencias sobre la galopante separación entre el poder y la sociedad lanzadas por Jurgen Habermas, deberían hacer meditar a los políticos serios sobre el disparate que está a punto de producirse nuevamente en nuestro Congreso de la República. Pero claro, y lo digo con dolor, en el mundillo de los otorongos la razón no tiene cabida.

Por: Hugo Guerra / El Comercio

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